Comentario
La historiografía del mundo oriental tiende hoy a considerar no tanto las fases tradicionales de perfeccionamiento técnico como neolítico, calcolítico y, además, cuanto el mucho más significativo fenómeno de la formación de las concentraciones urbanas a partir de las primeras aldeas. Como es lógico, en tal proceso se manifiesta una extraordinaria coincidencia de factores muy distintos, complejos e interdependientes, entre los que podemos contar el arte o, mejor, la organización del sentimiento artístico y su cultivo por verdaderos especialistas que pusieron entonces las bases aún elementales de un arte verdadero.
Ciertamente y como señala J. G. Macqueen, una aldea agrícola no tenía por qué llegar a convertirse en una ciudad, pero de su misma formación resultaba una demanda de materiales que los entonces pueblerinos -perdida ya la habilidad y el olfato de los cazadores errantes- sólo podían obtener por la vía de los intercambios. Y sin que nos excedamos en la consideración trascendente del comercio, el de la obsidiana anatólica en concreto se convirtió en una fuente inesperada de vitalidad cultural y social.
Cuando en el año 1961 comenzaron los trabajos de excavación en Çatalhöyük, una gran loma de unos 250 por 450 metros que se levantaba en la llanura de Konya, a unos 52 km al sureste de la ciudad del mismo nombre, James Mellaart estaba lejos de adivinar que bajo sus pies yacía uno de los más grandes y curiosos pueblos de agricultores de todo el Oriente. Allí, entre los años 7000 y 5600 a. C., sus habitantes dieron vida a una precoz formación preurbana que basaba su economía en la agricultura, la ganadería, el comercio y la manufactura de la obsidiana recogida en los volcanes de Hasan Dag y Karaca Dag. Dada la enorme cantidad de obsidiana hallada en el caserío, tanto en bruto como trabajada, J. Mellaart propuso la existencia de un verdadero monopolio del comercio de la obsidiana sobre toda la demanda existente en la Anatolia del Oeste, Sirio-Palestina y Chipre. A cambio se habrían recibido quizás los productos exóticos encontrados en Çatal: conchas marinas, sílex sirio, alabastro y mármol. Pero además de alentar tan singular y despierta economía, la densidad humana que habitaba las 12,50 hectáreas aproximadamente edificadas del pueblo darían vida a uno de los más curiosos conjuntos artísticos.
La arquitectura de Çatal, levantada en madera, tapial y adobe moldeado, formaba un caserío apretado y característico -también descubierto no hace mucho en Buqras, junto al Eúfrates Medio-, sin calles entre sí, al que se entraba por los accesos abiertos en las terrazas planas de las viviendas cuya distinta altura permitía una iluminación del sótano por los ventanucos abiertos en la parte más alta de los muros. Las casas, de planta estereotipada y constituidas por una gran sala y anejos que servían de despensa y almacén, utilizaban ciertos patios colectivos para la eliminación de residuos e inmundicias. En el interior de las viviendas, los habitantes se sentaban, trabajaban y dormían sobre estrados y bancos de obra muy peculiares, bajo los que al final de sus días recibían también sepultura. Y cerca, entre el caserío, los que J. Mellaart llamó santuarios -vistos hoy como capillas domésticas-, cerca de 40 espacios distribuidos en nueve niveles arqueológicos aunque con semejante planta y estructura, donde encontramos las primeras pinturas y esculturas dignas de tal nombre.
Los muros de los santuarios o capillas de Çatal se cubrieron con pinturas trazadas sobre una suerte de grosera imprimación -un revoco de barro con desgrasante vegetal-, utilizando distintos colores y en especial el rojo, un cierto rosado, el marrón pardusco y los inevitables blanco y negro. Con ellos se representaron temas muy distintos, desde el ya famoso y supuesto paisaje urbano de Çatal con la erupción del volcán cercano al fondo, hasta motivos geométricos, simbólicos -y entre ellos círculos variados, estrellas, flores- o figurativos como pájaros diversos, unos grandes buitres planeando sobre sus víctimas humanas, leopardos, jabalíes, leones, osos, manos humanas, ciervos, uno de los asuntos más propiamente anatólico y que, como destaca P. Crepon en su estudio sobre la cuestión, inicia aquí su aparición en el arte de la península.
En el mundo de las creencias de Çatal, el ciervo figura casi siempre relacionado con la caza, pero su papel, aunque importante, debía ser inferior al del toro. Son célebres los cráneos de bóvidos encontrados en los muros y bancos de los recintos religiosos, a los que con arcilla pintada o yeso se intentó reintegrar el aspecto perdido del animal en vida, de forma semejante a lo realizado en Jericó sobre cráneos humanos.
No menos sorpresa causan las figuritas de una supuesta diosa madre realizadas en arcilla cocida -pintada a veces-, mármol u otras piedras. Sus formas opulentas, de franca esteatopigia, simbólica probablemente y no clínica, hablan de fecundidad, de ideas y valores que hoy se nos escapan. Resulta impresionante la pequeña figurita en arcilla cocida de una diosa madre entronizada y asistida por dos felinos, que como brazos de su trono, permanecen expectantes a ambos lados.
Entre las ofrendas de las tumbas y en los restos de las casas de Çatal se encontraron muchos objetos prácticos o de adorno. Casi todos hablan del perfecto conocimiento de los materiales y el buen oficio de los artesanos del poblado. Así, los pequeños espejos (?) de obsidiana perfectamente pulida y, entre muchos más, un cuchillo de sílex hallado en el ajuar de una tumba masculina cuya hoja finísima y, sobre todo, su mango de hueso tallado, constituyen la primera representación artística conocida de una serpiente entrelazada, un tema que tendría una excepcional acogida en las artes decorativas de Oriente Próximo.
Los vericuetos de la fortuna habían hecho que, pocos años antes de sus trabajos en Çatalhöyük, James Mellaart descubriera junto a la aldea de Hacilar, al suroeste de Anatolia, una de las poblaciones calcolíticas más evolucionadas. Los sondeos realizados en un suave tell cercano al arroyuelo que moría en el lago Burdur, entre los años 1957 y 1960, proporcionaron una amplia estratigrafía de 11 niveles. Y en esta sucesión, especialmente en las etapas VI, II AB y I, encontraron las raíces de las constantes más típicas del arte anatólico.
Las casas del neolítico tardío de Hacilar -nivel VI- son mejores y más atípicas que las de Çatal, habiéndose levantado además con los materiales y técnicas que serían siempre típicos de la región: piedra para los cimientos y/o partes bajas de los muros, adobes y madera como soporte independiente o entramado. Y en su nuevo trazado urbano, las callejuelas desterraron ya definitivamente el amontonamiento anterior. Pero los grandes avances se operarían después, porque en el Hacilar II de en torno al 5400-5250 -esto es, contemporáneamente al célebre Tell es-Sawwan del lejano Tigris Medio iraquí-, se daría cuerpo a un verdadero recinto urbano fortificado, de unos 36 por 57 m, dotado con una muralla de adobe de casi 3 m de anchura que encerraba edificios distintos como graneros, santuarios, talleres y espacios abiertos semejantes a plazas, todo lo cual constituía probablemente la ciudadela del poblado, un rasgo bien conocido de la cultura anatolia desde entonces hasta la época luvio-aramea. Así, hemos de ver la compleja muralla del último período de Hacilar, que con sus casi 4 m de espesor y sus espacios adosados se relaciona, en forma y función, con la ciudadela de Mersin, más de 1000 años posterior (4000-3700 a. C.).
Sin embargo, para nuestra historia del arte, las creaciones pequeñas de las gentes de Hacilar revisten mayor interés, como las figuritas femeninas del nivel VI, herederas manifiestas de las tempranas neolíticas aunque más vivaces y esbeltas, en cuyas posturas y anatomía se percibe, según J. Mellaart, tanto la mano de auténticos artistas como la primera y atenta observación de modelos que permiten traducir ahora incluso sentimientos evidentes de ternura o deseo. Pero acaso esté en su producción cerámica, la principal creación estética del lugar. En ella, al menos desde el nivel VI hasta su fin, encontramos presentes ya otros tres de los rasgos peculiares de la cultura anatolia: el amor por la decoración pintada, por los brillantes monocromos cuidadosamente pulimentados y, en fin, por la inusitada producción de recipientes teriomorfos. Con raras excepciones, las culturas anatolias de las épocas hatti, hitita, luvio-aramea o frigia se manifestarían devotas de las tres técnicas, y cualquiera que considere la media de la producción cerámica sirio-mesopotámica, entenderá tanto lo acusado de un claro, notable y constante hilo estético subyacente en la masa profunda de sus pueblos.
Las brillantes cerámicas rojas o marrón suave pulimentadas, porcentualmente dominantes y características del avanzado neolítico del nivel VI, se irían retirando poco a poco ante las pintadas en rojo sobre fondo cremoso de los niveles posteriores, pero nunca dejarían totalmente de existir, mejorando paulatinamente la calidad de su pasta y tratamiento. No obstante, la decoración pintada y sus modos -ordenados por J. Mellaart en lineal (nivel VI) o sofisticado (nivel I), los estilos textil, geométricos, enérgetico y fantástico (niveles V al II A-B)-, permiten las primeras reflexiones sobre estilo, inspiración y mimesis de la naturaleza, además de constituir la marca más conocida de la cultura de Hacilar.
Decía Alois Riegl que debería rechazarse el concepto de primitividad aplicado a la ornamentación geométrica y sustituirlo, más bien, por la consideración de su evidente refinamiento. Porque, como más adelante escribiera el historiador austriaco, muchos arqueólogos se esfuerzan en buscar algo que excluya la posible y sencilla existencia de la intervención artística consciente. De ahí la enfatización del tejido o la cestería -y J. Mellaart también lo hace-, como fuentes probables de inspiración. Mas, con toda certeza, la espiral, el círculo o la ondulada no se deducen de uno u otra. En la cerámica pintada de Hacilar se encuentran muchas corrientes, muchas procedencias y, como sugiere el estilo fantástico de los niveles V-II A-B, la idealización del modelo no es un rasgo de ingenuidad, sino de sabiduría y predisposición natural.
Consideración aparte merecen los recipientes teriomorfos y antropomorfos. Los primeros, de sorprendente realismo en el nivel VI -como el célebre cervato echado-, los segundos, especialmente en el nuevo conjunto estilístico del nivel I, cuya cerámica de pintura lineal rojiza sobre tonos crema, por su empleo de distintas pastas, engobes y técnicas que, aun manteniendo algunos lazos con el pasado, resulta ya de un horizonte nuevo.
Naturalmente, Hacilar no fue una excepción. Aunque tras su destrucción violenta en torno al 5000 no volviera a ocuparse, en otros lugares ligera o ampliamente posteriores como en Canhasan (hacia 4700) y Mersin (4000-3700), reencontramos la evolución y el refinamiento progresivo del arte de los primeros pueblos y aldeas.